Me enseñaron que lo que pienso es absurdo, que lo que hago
es ridículo, que lo que deseo es sucio.
Y aprendí a no decir lo que pensaba, por vergüenza de que
alguien a mi alrededor pensara algo mejor.
Y aprendí a no hacer lo que me apetecía, por vergüenza de
que alguien a mi alrededor creyera que era inoportuno.
Y aprendí a no perseguir lo que deseaba, por vergüenza de
que alguien a mi alrededor opinara que era inapropiado.
No contenta con someterme a lamirada externa, me plegué también a la vergüenza ajena.
Y aprendí a preguntarle a la vergüenza cómo vestirme, no
vaya a ser que alguien pensara que voy buscando gustar, destacar. Y aprendí a
escuchar a la vergüenza al desnudarme, no vaya a ser que me sintiera cómoda en
mi cuerpo, y me acostumbrara a enseñar(me)lo sin miedo. Y aprendí a consultar
con la vergüenza antes de abrir la boca, no vaya a ser que dijera sin filtro lo
que me pasa por la cabeza, y se enterara la gente.
Y dejé de bailar, de reír a carcajadas, de rascarme el culo,
de preguntar lo que no entiendo, de opinar lo que pienso, de compartir lo que
siento, de pedir ayuda, de ponerme faldas, de ir a la playa, de comer o llorar
en la calle, de ir sin sujetador, de pintarme, de salir sin pintar, de bajar a
la calle despeinada, de usar esa ropa que dicen que no me pega nada, de llamar
a quien echo de menos, de tomar la iniciativa, de decir que no, de decir que
sí, de quejarme, de vanagloriarme, de estar orgullosa, de admitir que estoy
asustada.
Y, a base de sentirme cada día más avergonzada, entendí que
mi vergüenza nunca iba a sentirse saciada. Que toda la vida iba a imponerse
entre yo y mi representante impostada. Así que busqué a mi sinvergüenza
interna. Y le costó salir un poco, le daba vergüenza. Pero acabó sacándome a
bailar, haciéndome dúo al cantar, saliendo conmigo a la calle con la cara sin lavar,
animándome a hablar, a ignorar las cosas que me deberían avergonzar...
Y ahora no tengo tiempo para sentir vergüenza. Estoy ocupada
viviendo.